sábado, 22 de noviembre de 2008

Las cantinas: una tradición oracular

Para nosotros el vino es algo muy sobrio.
Friedrich Nietzche

La cantina es a nuestro país lo que los pubs, tabernas o bares son para los paises anglosajones, y al igual que en aquellos como en el nuestro, era lugar de uso exclusivo de los varones. Por ello, a la entrada de muchas de ellas no era raro encontrar advertencias respecto a la prohibición que se hacía de su ingreso a mujeres, menores de edad, travestis, homosexuales, sacerdotes y/o militares, como si en ese orden la masculinidad fuese en ascenso. Debido a los paulatinos movimientos de liberación sexual dados durante el siglo XX, la cantina tuvo que abrir sus puertas al nuevo sexocentrismo de la mujer, que —como se ha visto— ha resultado ser no sólo la contraparte del machismo, sino incluso la expresión más clara de un machismo que la propia mujer —al menos en Latinoamérica— ha ejercido dentro del hogar, inculcándolo a sus vástagos, ya sea para que las hijas sean sumisas frente al hombre o que los hijos abusen de sus mujeres, de una u otra manera, el machismo o se fundamenta o se ejerce. Estos hechos han devenido en la triste realidad y futuro nada prometedor de aquella tradición, pues cantina era aquella a la que sólo hombre podía acceder, y no las actuales que han acabado por ser simples ladie’s clubs más.
¿Pero qué diferencia realmente a una y otra modalidad de ‘bar’ o ‘antro’, llámese cantina o ladie’s bar? La respuesta salta a la vista, pues es de ver que ya con el puro calificativo anglo de ladie’s bar, se nos indica una disposición antimachista, universal y digámoslo así, propia de los tiempos y países en los que dicha liberación sexual se llevó a cabo sin la consabida apropiación del poder sexual por la mujer, o al menos ejercido más sublimadamente. Sin embargo, la cantina, detrás del misterio que guardan celosamente sus puertas abatibles y sus advertencias, a pesar de no ser tan universal como aquellos pubs, tiene otras funciones más allá de lo que se pudiera pensar: excluir a ciertos sectores de la sociedad o enviciar a los varones, ya sea con drogas antiflojilistícas, psicotrópicas o sexuales. La cantina tradicional es, en cambio, un lugar donde, si bien no todos pueden asistir, no todo se puede suministrar, aparte de la embriagadora ambrosía de Dionisos y la nicotina de un buen habano o cigarrillo. En este sentido, la cantina fue, es y debería ser, un tipo de punto neutro o medio en el que los hombres, ajenos a la voluntad de los tiempos y de sus congéneres, se aprestan a pasar el rato jugando dominó o cartas, charlando de asuntos sociales, económicos, políticos y culturales, así como de religión y mujeres, sin que tengan que limitarse por la presencia innecesaria de sus actores.
La cantina tradicional es pues, a diferencia de cualquier otro ‘antro’, un lugar privilegiado donde realmente se puede conbeber y embriagar, discutiendo asuntos que en la mayoría de los casos, y debido a la lucidez, no se profundizan verdaderamente, hasta el punto de llegar a concluirse con pacíficos golpes u ofensivas adulaciones. La aparente paradoja de esta actitud —que ni las damas, los menores de edad, invertidos, monjes o sorchos podrían comprender— conlleva una profunda carga de intuición y razón que sólo la embriaguez otorga, para finalmente acabar concluyendo casi proféticamente los derroteros a los que nos llevó la defensa de una idea, la demostración de una teoría o el simple juego de aliteraciones dionisíacas. Sí, embriaguez de lucidez, pues sólo en ella volvemos a ser niños, pues como bien dice el dicho: ‘sólo los niños y los borrachos dicen la verdad’. Filosofía dionísiaca, hiperbórea, acéfala.
De manera que, por los motivos aquí aducidos, la cantina —como en mi original Zacatecas— se ha transformado en otro ladie’s club, pero que en este caso particular —el de la bizarra capital— han incluso tomado también el rol de ser galerías de arte, lugares rentables para eventos sociales e incluso espacios de extensión de las oficinas gubernamentales. Es lamentable así, ver que aún en provincia la cantina va perdiendo su autenticidad, su original función de sitio neutro para la discusión, el juego o el pleito que sólo entre camaradas se puede dar. Así tenemos a las ya legendarias Las quince letras, El retiro o La Taberna, y las perdidas, pero no olvidadas, El gallito, La escondida y La oficina. En sus barras o mesas, entre el hedor del minguitorio a todas luces descubierto o el inodoro invariablemente saturado, se desarrolló parte de mi adolescencia. Ahora, el mural de El gallito, el dueño de La escondida o los mezcales de La pendencia de La oficina, no son más que recuerdos que se pierden en el olvido que en algo contribuyó la ingestión de sus etiles. A pesar de todo, subsisten algunas cantinas con ese original sentido, como El socavón o La casa verde, pero invadidas de infernales rocolas o reducidas considerablemente de su tamaño original.
Por otro lado, aquí en el defectuoso, quizá por el tamaño de la urbe, pero significativamente más por la conservación de los barrios tradicionales, no es imposible encontrar cantinas que guardan todo el sabor, intención y función originales. Incluso, se pueden aún hoy encontrar cantinas que pertenecieron al porfiriato y que con su glamour, un tanto ya maltrecho, abren sus puertas como a otra dimensión, en la que efectivamente los hombres —en su mayoría, porque igual se aceptan mujeres, aunque no rigen— podemos aún disfrutar de una buena charla, dominó, cartas o música de época: orquestal, mambo, merengue, trova o ranchera. Este es el caso muy particular de al menos dos que he conocido en el primer cuadro del centro histérico: El minier, que está cerca de El palacio de hierro y El tío pepe, justo detrás del novísimo centro de convenciones de la Secretaría de Relaciones Exteriores, al costado sur de la Alameda central.
Lo que cabe destacar en primer lugar son sus establecimientos y mobiliario, en particular los de El minier, que aún conserva reproducciones —seguramente de la Academia de San Carlos— de Caravaggio, además de los altivos arcos de medio punto por los que se da acceso, y que una vez dentro, sus volutas, diseños florales y vegetales, así como la madera y la bellísima barra, nos envían a otro tiempo, tiempo sin tiempo, al que a la voz de la embriaguez de unos tequilas o unas cervezas, nos seduce y relaja. Pues entre otras particularidades, está el hecho de que su barman es una dama de cálidos ojos y comprensiva sonrisa, casi de madre; así como la música clásica que acompaña el sonido de los dominós golpeando la madera de las mesas.
Por otro lador está El tío pepe, al cual llegué a asistir muchos años antes que a El minier, ya que está justo en la Calle Independencia, muy cerca del Hotel Marlowe, o como algunos le llamamos, ‘el hotel de los zacatecanos’, porque de una de las paredes de su restaurante cuelga un mural que reproduce a La Bufa y una vista parcial de la ciudad de Zacatecas. Lo que más destaca de esta cantina son sus mullidos y amplios sillones encontrados con altos respaldos que me recuerdan a los que antes existían en Las quince letras en Zacatecas, pero que lamentablemente, por la necesidad de sus propietarios tuvo que ser cambiado por angostas e incómodas mesas. Pero aquí, los tequilas se sirven sin mucha moderación, hasta el punto en el que uno bien puede perder la cordura sin perder mucho varo.
Así, ha de haber aún muchas cantinas por esta amplia ciudad, pues seguramente al interior de sus barrios, como el del siempre citado Garibaldi, han de sobrevivir al paso del tiempo, de las modas y la pérdida de valores, para darnos a ‘nosotros’, los hiperbóreos, los acéfalos, un lugar donde poder ejercer nuestra embriagada lucidez.